Debate de Cornelius Castoriadis e Anton Pannekoek (1953-54)

31/10/2010 18:53

 

Dirección y revolución

Discusión entre Cornelius Castoriadis y Anton Pannekoek (1953-54)

 

 

  Publicamos aquí cuatro textos. El primero, de Cornelius Castoriadis, representando sus posiciones por entonces en el grupo Socialisme ou Barbarie, titulado La dirección proletaria (1952), servirá para situar el contexto de la breve discusión aquí publicada entre él y Anton Pannekoek —además, habrá por ambas partes menciones explícitas o implícitas a ese escrito. Le sigue la primera carta de Pannekoek (1953), en la que evalua las concordancias y diferencias con las posiciones de SouB. Después una respuesta de Castoriadis a esa carta (1954), y para acabar la respuesta correspondiente de Pannekoek (no disponemos de la fecha).

 

  Todos los textos provienen de la compilación en español de los artículos de Castoriadis titulada «La experiencia del movimiento obrero» (vol. I - Cómo luchar), publicada por Tusquets ed., 1979. La disposición de los textos, los énfasis en cursiva y las puntuales aclaraciones entre corchetes son responsabilidad de esta edición.

 

 

 

 

INDICE:

 

I. La dirección proletaria - Cornelius Castoriadis

 

La dirección antes y después de la revolución

 

La dirección revolucionaria bajo el régimen de explotación

 

Constitución de una dirección en el período actual

 

Papel y tareas del grupo

 

II. Primera carta de Anton Pannekoek

 

III. Respuesta al camarada Pannekoek - por Cornelius Castoriadis

 

IV. Segunda carta de Anton Pannekoek

 

 

 

 

* * *

 

 

I. La dirección proletaria - por Cornelius Castoriadis

 

  La actividad revolucionaria inaugurada por el marxismo está dominada por una profunda antinomia, que puede definirse en los siguientes términos: por una parte, esta actividad está basada en un análisis científico de la sociedad, en una perspectiva consciente del futuro desarrollo y, por consiguiente, en una relativa planificación de su actitud frente a la realidad; por otra parte, el factor más importante, el factor decisivo de esta perspectiva y de esta anticipación del futuro es la actividad creadora de decenas de millones de hombres, tal como se desarrollará durante y después de la revolución, y el carácter revolucionario y cosmogónico de esta actividad consiste precisamente en que su contenido será original e imprevisible. En vano se intentará resolver esta antinomia suprimiendo uno de sus términos. Renunciar a una actividad colectiva racional, organizada y planificada, porque las masas en lucha resolverán todos los problemas, significa de hecho repudiar el aspecto «científico», más exactamente el aspecto racional y consciente de la actividad revolucionaria, es hundirse voluntariamente en un misticismo mesiánico. No reconocer, en cambio, el carácter original y creador de la actividad de las masas, o reconocerlo sólo de palabra, equivale a dar un fundamento teórico a la burocracia, cuya base ideológica es el reconocimiento de una minoría «consciente» como depositaria de la razón histórica.

 

 

 

  El terreno donde aparece con mayor evidencia esta antinomia es en el de los problemas relacionados con el programa de la revolución —y la cuestión de la dirección del proletariado (partido) y de sus relaciones con la clase es una cuestión programática por excelencia. Indiscutiblemente, todo lo que podríamos decir sobre el carácter limitado e insatisfactorio de los esfuerzos, tanto de nuestro grupo como de otras corrientes, desde hace veinte años, encaminados a resolver la cuestión del partido, se reduce a la imposibilidad de resolver a priori esta antinomia; pues estamos ante el prototipo de la antinomia cuya solución es imposible en el plano teórico, no pudiendo conducir todo intento de solución de ese género más que a mistificaciones, quiéranse o no.

La única «respuesta» teórica que se puede dar consiste en decir que la solución de esta antinomia se da en el transcurso de la revolución, porque la actividad creadora de las masas es una actividad consciente y racional, por tanto, esencialmente homogénea a la actividad de las minorías conscientes que actúan antes de la revolución, pero cuya aportación única e irreemplazable consiste en un cambio total y una enorme ampliación del propio contenido de esa razón histórica. Aunque de esta manera se nos ofrece una base general para comprender la fusión de la «conciencia» de las minorías y de la razón «elemental» de las masas, aunque podamos afirmar así que la revolución no tropieza con una contradicción insoluble, en cambio no podemos pretender encontrar de antemano las formas prácticas concretas de esa fusión; esta «solución» teórica no las indica, al contrario, hace saber desde ese momento que el contenido concreto de la revolución rebasa todo análisis anticipado, puesto que consiste en establecer nuevas formas de racionalidad histórica.

 

  Por tanto, es esencial para una organización revolucionaria el tener clara conciencia del problema en estos términos, y mantenerse preparada para readaptar su ideología y su acción a la luz de la perspectiva que resulte de ello, en vez de querer resolver artificialmente y a cualquier precio una cuestión de tal magnitud, que sólo la revolución podrá resolverla. Además, ya sabemos, en los casos en que se han dado «soluciones» de diferente sentido, a dónde han conducido.

 

  Estas observaciones no tienen en modo alguno como objetivo repudiar las investigaciones y las discusiones, ni la adopción de soluciones provisionales, que son más que hipótesis de trabajo: son verdaderos postulados de la acción. Renunciar a ello significaría renunciar a toda concepción programática por poco definida que esté, que es tanto como decir a toda acción. La importancia de la delimitación efectuada anteriormente consiste en que da un alcance preciso a toda concepción programática a priori que podamos elaborar y, sobre todo, en que tiende a educar a la «minoría consciente y organizada» en la comprensión del sentido y de los límites históricos de su papel.

 

  El problema se plantea en términos relativamente diferentes cuando se trata de las formas de organización y de la actividad de esta misma minoría consciente. Ahí, esta minoría ha de dar por sí misma sus soluciones. Una minoría revolucionaria, o un militante revolucionario aislado, actúa bajo su propia responsabilidad. De otro modo, dejan de existir. En la actualidad no podemos pretender zanjar la cuestión del poder proletario, a no ser bajo la forma de un postulado; pero podemos y debemos responder al problema de nuestras tareas y de nuestra orientación.

 

  Resulta evidente que uno de los aspectos más importantes del problema se refiere a la vinculación entre la organización y la actividad actual de una minoría revolucionaria y su perspectiva final en lo que se refiere al poder proletario. Las soluciones actuales han de inscribirse en la línea de desarrollo que define nuestra perspectiva histórica. Más adelante evocaremos las implicaciones de este aspecto del problema.

 

 

La dirección antes y después de la revolución

 

  El problema de la dirección revolucionaria se presenta como un nudo de contradicciones. El proceso revolucionario se presenta bajo la forma de una infinidad de personas comprometidas en una infinidad de actividades; a no ser que se apele a la magia, es imposible que este proceso alcance sus objetivos sin una dirección en el sentido preciso del término, es decir, sin una instancia central que oriente y coordine estas múltiples acciones, escoja los medios más económicos para alcanzar los objetivos asignados, etc. Por otra parte, el objetivo esencial de la revolución es la supresión de la distinción fija y estable —y a fin de cuentas de toda distinción— entre los dirigentes y los ejecutantes. Por tanto, es necesaria la dirección, como también es necesaria la supresión de la dirección.

 

 

 

  El objetivo final de la revolución no implica inmediatamente la supresión de la distinción entre las funciones de dirección y las funciones de ejecución (éste es un problema remoto que no consideraremos); pero implica necesariamente la supresión de una división social del trabajo correlativa a esas funciones. Si se admite que la función de la dirección no puede suprimirse inmediatamente, se desprende de ahí fácilmente una conclusión: el mismo proletariado ha de ser su propia dirección. La dirección de la clase, por tanto, no puede ser distinta de la propia clase.

 

  Sin embargo, por otro lado, resulta evidente que la clase no puede ser inmediata y directamente su propia dirección. Es inútil discutir sobre este punto, puesto que de todos modos la clase de hecho no es su propia dirección y no lo ha sido en el transcurso de su historia. Por tanto, si el proceso revolucionario empieza en la sociedad capitalista, si la lucha de clases explícita posee un valor positivo y ha de ser llevada de un modo permanente, sólo una fracción de la clase, un cuerpo relativamente distinto, puede y ha de ser su dirección. La dirección de la clase no puede no ser, pues, distinta de la propia clase.

 

  La solución de esta contradicción se halla, en parte, en el tiempo, es decir, en el desarrollo. Cuando hablamos de la supresión de la distinción entre dirigentes y ejecutantes nos referimos a una etapa posterior, en líneas generales al período que sigue a la victoria de la revolución. La supresión de la explotación, el desarrollo de las fuerzas productivas son imposibles, en efecto, sin la gestión obrera y ésta es inseparable del poder de los organismos de masas. Por el contrario, cuando hablamos de la necesidad de una dirección distinta de la clase, nos referimos a las condiciones del régimen de explotación, bajo las cuales estas funciones sólo pueden cumplirlas una minoría de la clase.

 

  Sin embargo, también es evidente que esta respuesta no zanja la cuestión; pues el paso de una situación a la otra —de la fase durante la cual la clase explotada, alienada y mistificada no puede ser su propia dirección a aquélla durante la cual se dirige necesariamente a sí misma— este paso aparece como lo que es en realidad: un salto, una contradicción absoluta. Contradicción que, dicho sea entre paréntesis, no es más sorprendente que la propia revolución y que todos los momentos en los que una cosa deja de ser ella misma para convertirse en otra. Resulta imposible explicar de antemano y en términos teóricos cómo se producirá ese paso. Para el marxismo nunca se trató de deducir la revolución, sino de hacerla.

 

  Esto no quiere decir que para nosotros el reconocimiento de la posibilidad de este paso sea un acto de fe. Sin querer ni poder describir las formas que podrá tomar, creemos que podemos fundamentar este paso en algunos elementos existentes ya ahora. Estos elementos son, en primer lugar, el desarrollo de la conciencia y de las capacidades del proletariado, tal como viene determinado por la evolución de la propia sociedad. En segundo lugar, la existencia en el seno del proletariado, mucho antes de la revolución, de capas e individuos que llegan a una conciencia de los objetivos y de los medios de la revolución. En tercer lugar, la acción misma de la dirección revolucionaria bajo el régimen de explotación, que ha de encaminarse constantemente a desarrollar la capacidad de acción autónoma y de autodirección del proletariado.

 

  Este paso del proletariado, de la posición de clase explotada a la posición de clase dominante, corresponde a esta fase de transición habitualmente llamada período revolucionario y que podemos definir como iniciada en el momento en que la clase empieza a agruparse en organismos de masas que se sitúan en el terreno de la lucha por el poder y acabada en el momento en que ese poder es conquistado a escala universal. Esta definición nos permite ver dónde se sitúa exactamente el problema de la dirección de la clase por la clase misma: ciertamente, ni antes del inicio de ese período, ni después de su fin. No antes, porque no existe el problema de la dirección de la clase por la clase misma si la propia clase no se lo plantea; y sólo lo plantea mediante la constitución de los organismos de masas. No después, porque las razones que anteriormente hacían imposible la dirección de la clase por la clase misma se suprimen con la victoria de la revolución (de otro modo nunca se suprimirían).

 

  Cierto es que durante ese período llega a ser decisiva la cuestión de las relaciones entre la dirección revolucionaria y la clase; y también es igualmente cierto que la discusión de esta cuestión en la actualidad no sirve para nada. La constitución de una dirección revolucionaria bajo el régimen de explotación no se opone, en modo alguno, a la supresión de toda dirección separada durante el período post-revolucionario; por el contrario, creemos que forma una de sus presuposiciones. Desde este punto de vista, todo depende del sentido, de la orientación y de la ideología en las que se desarrolla y educa esa dirección, y de la manera cómo concibe sus relaciones con la clase y las realiza. Además, esta dirección del período prerrevolucionario sólo es dirección en un sentido especial —propone objetivos y medios, pero no puede imponerlos más que por la lucha ideológica y por su propio ejemplo. En este sentido, la cuestión no es si debe haber o no dirección, sino cuál ha de ser su programa.

 

  Por el contrario, durante el período revolucionario todo se sitúa en el plano de las relaciones de fuerza. Una minoría constituida y coherente será un factor con un gran peso en los acontecimientos. Podrá —y quién puede afirmar de antemano que en ciertos casos no deberá— actuar bajo su propia responsabilidad, e imponer su punto de vista por la violencia. (¿Hay en el grupo gente para quien la diferencia entre el 49 y el 51 % es la diferencia entre el bien y el mal? ¿O que exigiría un referéndum panproletario para decidir la insurrección?). Por consiguiente, podría ser una dirección en el pleno sentido del término. Por otra parte, habrá la clase en su conjunto, organizada y probablemente armada. Si la dirección se ha desarrollado en torno al programa justo, si la clase es suficientemente activa y consciente, la revolución significará la reabsorción de la dirección en la clase. En el caso contrario, y de todos modos si la clase dimite —ante la dirección o ante el diablo— entonces la burocratización o la derrota es fatal, y la cuestión de saber si la nueva burocracia será la ex-dirección revolucionaria, o cualquier otro grupo, presenta poco interés. En cuanto a la dirección, no puede hacer nada más que educarse y educar a la vanguardia en el sentido del desarrollo de la actividad autónoma de la clase obrera y de su conciencia histórica.

 

 

La dirección revolucionaria bajo el régimen de explotación

 

  Si el problema de la dirección revolucionaria se nos plantea como un problema permanente —lo que no quiere decir que siempre se resuelva, y menos aún de una manera adecuada— ello se debe a que reconocemos, por una parte, que la misma lucha de clases es permanente y, por otra parte y sobre todo, que el proletariado no puede ser y seguir siendo una clase revolucionaria si no lleva o tiende a llevar constantemente una lucha explícita, abierta, en la que se afirma como clase aparte con objetivos históricos propios, que de hecho son universales. Es este carácter de la lucha del proletariado, como sabemos, lo que diferencia al proletariado de las otras clases explotadas que le han precedido en la historia. Ahora bien, desde el momento que hay lucha explícita, se plantea un problema de dirección de esta lucha.

 

  ¿Qué significa dirección? Decidir sobre la orientación y las modalidades de una acción colectiva, de la acción de una colectividad o de un grupo. Dirección es esta misma actividad dirigente; es además —y esto es lo que aquí tratamos— el sujeto de esta actividad, el cuerpo o el organismo que la ejerce. Este sujeto puede ser el grupo o la colectividad en cuestión; también puede ser un cuerpo particular, interior o exterior al grupo, que actúa «por delegación» o motu propio. En ambos casos, la noción de dirección está vinculada a la noción de poder; pues la aplicación de las decisiones de la dirección sólo puede garantizarse mediante la existencia de sanciones, luego de una coerción organizada.

 

  Una dirección en el pleno sentido de la palabra sólo puede ejercerla, por consiguiente, una clase dominante o sus fracciones. Este será el caso del proletariado en el poder, y hemos visto que durante el período revolucionario surge un problema particular, a causa de la fragmentación del poder —o de la posibilidad generalizada de ejercer la violencia— que lo caracterizan.

 

 En estas condiciones, ¿qué puede ser la dirección de una clase explotada y oprimida? Dado el carácter absoluto del poder en la sociedad actual (y en oposición a lo que podía ocurrir antaño, en las sociedades de castas por ejemplo) no puede haber coerción que venga del interior de la clase —a no ser que el que ejerce ese poder participe ya, de un modo u otro, en el sistema de explotación (así los sindicatos y los partidos reformistas o estalinistas). El acuerdo entre la dirección y la clase (o fracciones de la clase) sólo puede basarse, por tanto, en la adhesión voluntaria de la clase a las decisiones de la dirección. El único medio de «coerción», en el amplio sentido de la palabra, a disposición de esa dirección es la coerción ideológica, es decir, la lucha mediante las ideas y el ejemplo.

 

  Resultaría estúpido querer establecer límites a esta lucha y a esta «coerción»; las únicas restricciones que se pueden alegar se refieren al contenido ideológico y se trata, por consiguiente, de otro tipo de discusión.

 

  Por tanto, una dirección revolucionaria, en un régimen de explotación, no puede tener otro sentido que éste: un cuerpo que decide sobre la orientación y las modalidades de acción de la clase o de fracciones de ésta y se esfuerza por que se adopten mediante la lucha ideológica y la acción ejemplar.

 

  La cuestión que ahora se plantea es ésta: ¿hay necesidad de semejante dirección —no en el sentido de una actividad dirigente, lo que es evidente, sino en el sentido de un sujeto particular de la dirección? ¿No puede ser la clase inmediata y directamente su propia dirección? La respuesta es evidentemente negativa. En las condiciones de la sociedad de explotación, la clase en su totalidad indiferenciada no puede ser su propia dirección. Expondremos si es preciso, sobre este punto, la aplastante argumentación referente a ello.

 

  Resulta imposible concebir esta dirección de otro modo que como un organismo universal, minoritario, selectivo y centralizado. Estas son las determinaciones clásicas del partido, aunque poco importa el nombre en esta cuestión. Sin embargo, la época actual añade a estas determinaciones una nueva, aún más esencial: el partido es en la forma y en el fondo un organismo único, en otras palabras, el único organismo (permanente) de la clase en las condiciones del régimen de explotación. No hay y no puede haber una pluralidad de formas de organización a las que pueda yuxtaponerse o superponerse. En particular, las organizaciones que tienden supuestamente a enfrentarse con los problemas económicos en tanto que problemas particulares (sindicatos) son imposibles como organismos proletarios. El organismo político-económico de lucha contra la explotación es un organismo unitario y único. En este sentido, la distinción entre partido y «comités de lucha» (o cualquier otra forma de organización minoritaria de la vanguardia obrera) se refiere exclusivamente al grado de clarificación y de organización y a nada más. Este carácter exclusivo del organismo dirigente se manifiesta claramente en las más modernas condiciones del régimen de explotación (dictadura burocrática o régimen de guerra) en las que una pluralidad de formas de organización o de dirección resulta impensable. E incluso es evidente en las condiciones «caducas» del mundo occidental. En efecto, no es posible, ni desde el punto de vista de los problemas implicados ni desde el punto de vista de las personas que participan en ellas, crear de una manera permanente una organización «de fábrica» y una organización «política» separadas e independientes. Desde este punto de vista, la distinción entre la «organización de los obreros» y la «organización de los revolucionarios» ha de desaparecer al mismo tiempo que la concepción teórica que está en su raíz.

 

 

Constitución de una dirección en el período actual

 

  De los tres elementos necesarios para la constitución de una dirección (programa, forma de organización, terreno material de constitución) es el último, es decir, la existencia y la naturaleza actual de una vanguardia potencial, el que debe atraer nuestra atención. Que sepamos, ningún camarada ha impugnado hasta el momento que fuese posible definir un programa y que pudiese haber una forma de organización correspondiente al contenido de ese programa y a las condiciones de la época actual. Por el contrario, existe controversia no tanto sobre la naturaleza de la «vanguardia» actual como sobre su apreciación y su significación histórica.

 

  La definición concreta de la «vanguardia» actual en la que el conjunto del grupo [S. ou B.] está más o menos de acuerdo es que ésta es el conjunto de los obreros conscientes de la naturaleza del capitalismo y del estalinismo como sistemas de explotación y que se niegan a sostenerlos, tanto a uno como al otro, mediante su acción. Cierto es que aún más profundamente, y en particular a través del estalinismo, estos obreros cuestionan todos los problemas, tanto los referentes a los objetivos como a los medios de la lucha de clases. Como ya se ha dicho desde hace tiempo en el grupo, la actitud de esta vanguardia es esencialmente negativa y crítica. En tanto que tal, significa indiscutiblemente una superación. Toda la cuestión radica en: ¿una superación de qué?

 

  En nuestra opinión, una superación del contenido tradicional del programa, de las formas tradicionales de organización y, en particular, de las formas de la actividad tradicional de las «direcciones». Esto en cuanto a su valor objetivo. En cuanto a su contenido concreto, es evidente que va mucho más lejos. Es casi seguro que el conjunto de estos obreros no sólo rechazan la solución tradicional de estos problemas, sino que además ponen en duda en general que pueda haber una solución; es seguro, en otras palabras, que no creen, en la actualidad, en la capacidad del proletariado para convertirse en clase dominante.

 

  ¿Podemos sacar de esto una conclusión en cuanto al fondo de estos problemas? Quizás, pero entonces hay que sacarla en toda la línea. Si los obreros relativamente más conscientes creen en la actualidad que toda dirección está destinada a corromperse, y si esa creencia prueba que ello es realmente así, el mismo razonamiento puede probar que todo programa es un engaño o que el proletariado nunca será capaz de ejercer realmente el poder; pues eso es igualmente lo que piensan estos obreros.

 

  En realidad, este estado de conciencia y la actitud que resulta de ella reflejan, por un lado, una toma de conciencia —inmensamente positiva— del fracaso de las respuestas tradicionales, y en tanto que tales preparan indiscutiblemente el futuro; pero igualmente reflejan, por otro lado, la coyuntura mundial y, en particular, la inaudita presión que la actual relación de fuerzas ejerce en todos los individuos de la sociedad —incluidos los miembros de nuestro grupo— y en esta medida sólo representan, por así decirlo, el peso puro y simple de la materia histórica, materia que, por otra parte, está transformándose rápidamente y que en no mucho tiempo será engullida por el pasado.

 

  Verdad es que mientras la vanguardia se sitúe en ese terreno, la cuestión de la constitución de una dirección no puede plantearse como una tarea práctica. Para ello será preciso que la presión de las condiciones objetivas coloque de nuevo a los obreros más conscientes ante la necesidad de actuar.

 

 

Papel y tareas del grupo

 

  Esto no significa en modo alguno que el grupo no tenga desde ahora un papel que desempeñar, papel que tiene una importancia histórica. El grupo sólo puede actualmente —y es el único en hacerlo, salvo error u omisión— proseguir la elaboración de una ideología revolucionaria, definir un programa, realizar un trabajo de difusión y de educación que son preciosos incluso si sus resultados no se manifiestan de un modo inmediato. La realización de estas tareas es una presuposición esencial para la constitución de una dirección, cuando ésta sea objetivamente posible.

 

  La comprensión de estas cosas no es difícil y resultaría sorprendente que estos puntos puedan ser por sí mismos objeto de una discusión. Si no obstante lo son, ello se debe a que el grupo no es un sujeto lógico, a que está formado por individuos que forman parte de la misma sociedad que analizamos tan adecuadamente cuando se trata de los demás, y a que estos individuos sufren la misma y enorme presión histórica que actualmente aplasta a la clase obrera y a su vanguardia. La mayor parte de los camaradas del grupo participan consciente o inconscientemente del estado de ánimo descrito anteriormente, y es probable que no vean ya muy claramente las razones de su adhesión al grupo. La consecuencia de ello es que su participación en el trabajo del grupo es casi nula, con lo cual el trabajo del grupo y el propio grupo están amenazados con desaparecer. Pero este fenómeno, y las conclusiones que de él se deducen, forman parte de otra discusión. Incluso si la «discusión sobre el partido» sólo conduce a conclusiones sobre tal o cual tipo de tareas, será preciso que haya camaradas que estén dispuestos a sacrificar algo para que esas tareas, cualesquiera que sean, sean realizadas.

 

S. ou B., nº 10, julio de 1952.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II. Primera carta de Anton Pannekoek

 

  Hemos recibido del camarada Anton Pannekoek la carta que más abajo publicamos con la respuesta del camarada Chaulieu [Cornelius Castoriadis]. Es sin duda superfluo recordar a nuestros lectores la larga y fecunda actividad de militante y teórico de A. Pannekoek, su lucha contra el oportunismo en el seno de la II Internacional ya antes de 1914, la actitud decididamente internacionalista durante los años 1914-18 del grupo animado por él y Gorter, su crítica al naciente centralismo burocrático del partido bolchevique desde 1919-20 (conocida en Francia sólo por la respuesta de Lenin en La enfermedad infantil del comunismo; la Respuesta a Lenin de Gorter también ha sido publicada en francés). Esperamos que pronto podremos publicar en esta Revista algunos extractos de su obra Los consejos obreros, publicada en inglés después de la guerra.

 

SouB, 8 de noviembre de 1953

 

 

Querido camarada Chaulieu.

 

  Le agradezco mucho la serie de los once números de «Socialisme ou Barbarie» que dio al camarada B... para mí. Los he leído (aunque todavía no íntegramente) con extremado interés, a causa de la gran concordancia de puntos de vista que revelan entre nosotros. Probablemente usted habrá llegado a la misma comprobación con la lectura de mi libro Los consejos obreros. Durante muchos años me había parecido que el pequeño número de socialistas que desarrollaban estas ideas no había aumentado; el libro fue ignorado y silenciado por la prensa socialista (salvo, recientemente, en el «Socialist Leader» del I.L.P.). Fue pues una gran satisfacción para mí ver que otro grupo había llegado a las mismas ideas por una vía independiente. El dominio completo de los trabajadores sobre su trabajo, que usted expresa diciendo: «Los propios trabajadores organizan la gestión de la producción», yo lo he descrito en los capítulos sobre «la organización de los talleres» y «la organización social». Los organismos que los obreros necesitan para deliberar, formados por asambleas de delegados, que ustedes llaman: «organismos soviéticos», son los mismos que los que nosotros llamamos «consejos obreros», «Arbeiterräte», «Worker’s councils».

 

  Por supuesto existen diferencias; las trataré, considerando esto como un intento de contribución a la discusión en su revista. Mientras que usted restringe la actividad de esos organismos a la organización del trabajo en las fábricas tras la toma del poder social por los trabajadores, nosotros los consideramos como siendo igualmente los organismos mediante los cuales los obreros conquistarán ese poder. Para conquistar el poder no necesitamos un «partido revolucionario» que tome la dirección de la revolución proletaria. La idea del «partido revolucionario» es un concepto trotskista que encontró adeptos (desde 1930) entre numerosos ex-partidarios del P.C. decepcionados por su práctica. Nuestra oposición y nuestra crítica se remontaban ya a los primeros años de la revolución rusa y se dirigían contra Lenin, estando suscitadas por su giro hacia el oportunismo político. O sea, que nosotros hemos permanecido fuera de las vías del trotskismo; nunca estuvimos bajo su influencia y consideramos a Trotsky como el más hábil portavoz del bolchevismo, que tendría que haber sido el sucesor de Lenin. Sin embargo, tras haber reconocido en Rusia un naciente capitalismo de Estado, nuestra atención se dirigió principalmente hacia el mundo occidental del gran capital, donde los trabajadores tendrán que transformar el capitalismo más altamente desarrollado en un comunismo real (en el sentido literal de la palabra). Trotsky, por su fervor revolucionario, cautivó a todos los disidentes que el estalinismo había echado fuera del P.C. y al inocularles el virus bolchevique los hizo casi incapaces de comprender las nuevas grandes tareas de la revolución proletaria.

 

  Dado que la revolución rusa y sus ideas todavía poseen una enorme influencia en las mentes, es necesario comprender más profundamente su carácter fundamental. En pocas palabras, se trataba de la última revolución burguesa, pero realizada por la clase obrera. Revolución burguesa(1) significa una revolución que destruye el feudalismo y abre el camino a la industrialización, con todas las consecuencias sociales que ésta implica. La revolución rusa, por tanto, está en la misma línea que la revolución inglesa de 1647 y la revolución francesa de 1789, con sus continuaciones de 1830, 1848, 1871. Durante todas estas revoluciones, los artesanos, los campesinos y los obreros han proporcionado el potencial masivo necesario para destruir al antiguo régimen; luego, los comités y los partidos de los hombres políticos que representaban a las capas ricas, que constituían la futura clase dominante, se pusieron en primer plano y se apoderaron del poder gubernamental. Era la solución natural, ya que la clase obrera todavía no estaba madura para gobernarse a sí misma; la nueva sociedad también era una sociedad de clases, en la que los trabajadores estaban explotados; semejante clase dominante necesita un gobierno compuesto por una minoría de funcionarios y de hombres políticos. La revolución rusa, en una época más reciente, parecía ser una revolución proletaria, ya que los obreros eran sus autores mediante sus huelgas y sus acciones de masas. Luego, sin embargo, el partido bolchevique poco a poco logró apropiarse del poder (la clase trabajadora era una pequeña minoría frente a la población campesina); de ese modo, el carácter burgués (en el más amplio sentido del término) de la revolución llegó a ser dominante y tomó la forma del capitalismo de Estado. Desde entonces, por lo que respecta a su influencia ideológica y espiritual en el mundo, la revolución rusa se convirtió en lo exactamente opuesto a la revolución proletaria, que ha de liberar a los obreros y hacerlos dueños del aparato de producción.

 

  Para nosotros, la tradición gloriosa de la revolución rusa radica en que, en sus primeras explosiones de 1905 y 1917, fue la primera en desarrollar y mostrar a los trabajadores del mundo entero la forma organizativa de su acción revolucionaria autónoma, los soviets. De esta experiencia, posteriormente confirmada aunque a menor escala en Alemania, hemos extraído nuestras ideas sobre las formas de acción de masas, propias de la clase obrera, que tendrá que aplicar para su propia liberación.

 

  Exactamente al contrario vemos las tradiciones, las ideas y los métodos surgidos de la revolución rusa, cuando el P.C. se apoderó del poder. Esas ideas, que únicamente sirven de obstáculo para una acción proletaria correcta, constituyeron la esencia y el fundamento de la propaganda de Trotsky.

 

  Nuestra conclusión es que las formas de organización del poder autónomo, expresadas con los términos «soviets» o «consejos obreros», han de servir tanto para la conquista del poder como para la dirección del trabajo productivo tras esa conquista. En primer lugar, porque el poder de los trabajadores sobre la sociedad no puede obtenerse de otro modo, por ejemplo, por lo que se denomina un partido revolucionario. En segundo lugar, por que esos soviets, que más adelante serán necesarios para la producción, sólo pueden formarse a través de la lucha de clases para la conquista del poder.

 

  Creo que en este concepto desaparece el «nudo de contradicciones» del problema de la «dirección revolucionaria». Pues la fuente de las contradicciones radica en la imposibilidad de armonizar el poder y la libertad de una clase que gobierna su destino, con la exigencia de que obedezca a una dirección formada por un pequeño grupo o partido. Pero ¿podemos mantener esa exigencia? Decididamente, contradice a la idea más citada de Marx, a saber, que la liberación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos. Además, la revolución proletaria no puede ser comparada a una rebelión única o a una campaña militar dirigida por un mando central, y ni siquiera a un período de luchas semejante, por ejemplo, al de la Revolución Francesa, que no fue más que un episodio en el ascenso de la burguesía al poder. La revolución proletaria es mucho más vasta y profunda; es la accesión de las masas del pueblo a la conciencia de su existencia y de su carácter. No será una convulsión única; pasará a ser el contenido de todo un período en la historia de la humanidad, durante el cual la clase obrera tendrá que descubrir y realizar sus propias facultades y su pot